«En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Salmo 119:11).
Varios años atrás, mi esposa y yo compramos una panificadora eléctrica. Nos imaginamos el placer de comer pan fresco y bollos de canela. Tuvimos la máquina durante veinte y tantos años, hasta que, literalmente, se murió. A veces hacía hogazas de pan perfectas y otras el resultado no distaba mucho de un disco de hockey sobre hielo. El secreto para obtener un pan ligero y sabroso suele ser la levadura.
El hombre utilizó la levadura antes incluso de descubrir la escritura. Los jeroglíficos sugieren que, hace más de cinco mil años, las civilizaciones egipcias más antiguas ya usaban levadura viva y el proceso de fermentación para leudar el pan. En realidad, la levadura es una especie de hongo. Como las plantas, los hongos, para crecer necesitan humedad y algún tipo de alimento. El alimento preferido de las células de levadura es el azúcar, en sus distintas formas: sacarosa (azúcar de remolacha o de caña), fructosa y glucosa (que se encuentran en la melaza, la miel, el sirope de arce y las frutas) y la maltosa (derivada del almidón de la harina). A medida que la levadura va creciendo, las células liberan dióxido de carbono y alcohol etílico en el líquido que las rodea. Cuando la harina se mezcla (se amasa) con líquido, obtenemos la masa. El dióxido de carbono, que es un gas, queda atrapado en la masa y sigue creciendo, levantándola y haciendo que se vuelva suave y esponjosa.
En una parábola Jesús habló de una mujer que horneaba pan. Sabemos cuánta harina usó —tres medidas— pero no cuánta masa amasó. En la actualidad, para hacer una hogaza de pan, mi esposa probablemente use una cucharada sopera de levadura seca granulada por cada tres tazas de harina. Así consigue una hogaza.
La gracia de Dios se esconde en el corazón (Sal. 119:11) porque ahí es donde hace su obra, en nuestra esencia misma. Tiene que trabajar en lo más profundo de nuestro ser. Tenemos que guardarla como María guardó las palabras de Jesús (Luc. 2:51). Cuanto más a conciencia amasemos la masa, más esponjoso será el pan. Así como es preciso amasar a conciencia el pan, es necesario que amasemos la Palabra de Dios con nuestra vida, de manera que el reino de los cielos nos cambie. Señor, trabaja en mi corazón como la levadura leuda la masa. Ayúdame a crecer para que pueda compartir con otros el Pan de vida.
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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