«En mi angustia invoqué a Jehová y clamé a mi Dios Él oyó mi voz desde su templo y mi clamor llego hasta sus oídos» (Salmo 18:6).
Cuando a Nazaret llegó la noticia de que el predicador del desierto bautizaba cerca, en el Jordán, Jesús colgó su ropa de carpintero por última vez y se unió a la multitud que se dirigía apresurada para verlo.
Cuando tengo presente que, como hombre, Jesús aprendió quién era y cuál era su misión por el estudio de las Escrituras, no puedo menos que conmoverme. El había leído las profecías y ahora reconocía su misión. Seguía al pie de la letra, y con todo esmero, un plan que había sido dispuesto para nosotros antes de la creación del mundo. No podía saltarse ni un paso. Tenía que cumplir todas y cada una de las profecías.
Decir que Jesús vivió por fe no es ningún disparate. El mismo dijo que hacía lo que su Padre le había dicho que hiciera. Su preocupación diaria era procurar que nada de lo que hiciera fuese su propia iniciativa. Jamás entenderemos del todo cómo es posible que Dios y el hombre estuvieran unidos en una Persona. Pero Jesús vivió el día a día como un hombre cuya misión era revelar el carácter del Padre al cumplir su voluntad.
Su vida cotidiana no estaba programada; de otro modo, no habría pasado noches enteras en oración. La oración era el medio que Jesús tenía para estar en contacto con su Padre. La oración le proporcionó fuerzas para cumplir la misión profetizada para el Mesías.
Con frecuencia nos preguntamos por qué fallamos tan a menudo y, en consecuencia, estamos destituidos de la gloria de Dios. Esto se debe a dos cosas, indispensables para Jesús. Una de ellas es que a menudo no conocemos la voluntad de nuestro Padre celestial; no acudimos a su Palabra, a través de la cual, por medio del Espíritu Santo, habla con nosotros. La otra razón es que no oramos, no hablamos con él, como debiéramos.
Estoy seguro de que a veces Jesús pudo haber tenido la sensación de que su Padre estaba muy lejos. A veces nos sucede lo mismo. La vida de Jesús nos ensena que, aunque pueda parecer que Dios está lejos, en realidad está cerca. Está tan cerca como lo están su Palabra y nuestras oraciones. Basado en Marcos 1:9-11.
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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