«¿Por qué te abates, alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios, porque aún he de alabarlo, ¡salvación mía y Dios mío!» (Salmo 42:11).
Cierto día, Jesús y sus discípulos andaban por Samaria y Galilea. Al llegar a una aldea, diez leprosos vinieron a su encuentro, pero se mantuvieron a distancia. En aquella época, la lepra era la enfermedad más temida. En la actualidad, el equivalente emocional más cercano sería el sida. La lepra era, y es, una enfermedad dolorosa, pero el dolor físico no era su única consecuencia. Quien recibía un diagnóstico positivo se enfrentaba al aislamiento. Los enfermos eran expulsados de la familia. Sus amigos no querían nada con ellos. Incluso eran apartados de Dios, en el sentido de que tenían prohibido entrar a adorar en el templo. Los leprosos eran enviados a colonias aisladas y, cosa humillante, obligados a gritar: «¡Inmundo, inmundo!» (ver Lev. 13:45,46).
Padecer lepra equivalía a humillación. ¿Se imagina que los niños lo señalasen con el dedo o huyeran de usted despavoridos? ¿Se figura qué sensación producía que, al verlo, todos volvieran la cabeza con gesto de repugnancia? ¿Cómo sería depender de la misericordia de las personas para conseguir suficiente comida? La lepra era una enfermedad humillante porque se pensaba era consecuencia de los pecados cometidos por quienes la padecían. En la mente de la gente se había arraigado la idea de que los leprosos eran impuros y, por tanto, incapaces de mantener una relación adecuada con Dios.
Al mismo tiempo, la lepra significaba la pérdida del medio de ganarse la vida. El leproso era abandonado a su suerte. Lo que nos lleva al efecto final de un diagnóstico de lepra: una muerte lenta y horrible.
La lepra es una ilustración excelente de los efectos del pecado. Cuando Adán y Eva pecaron fueron expulsados del Edén. La relación directa y cara a cara que tenían con Dios se interrumpió. El resultado del pecado es la muerte.
Pero al igual que los diez leprosos vinieron a Jesús para que los sanara, nosotros tenemos que acudir a él para recibir la curación de nuestros pecados. Del mismo modo que Jesús sanó a los diez leprosos, también nos sanará a nosotros, si reconocemos nuestros pecados. Si se siente aislado, humillado y desesperado, no olvido que Jesús conoce sus necesidades y lo limpiará de toda maldad (ver 1 Juan 1:9). Basado en Lucas 17: 11-19
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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