domingo, 28 de octubre de 2012

¿AMARGO O DULCE?


«El que piensa estar firme, mire que no caiga»1 Corintios 10:12.

Dos adoradores están de pie: un fariseo y un publicano. Ambos saben de la presencia del otro, por lo que el fariseo se pavonea. Se pone en pie y ora para sí. Aunque el fariseo se dirige a Dios, la suya no podría llamarse oración. Es un inventario de todas sus supuestas buenas obras. Está totalmente centrado en sí mismo, no contempla nada que no sea su yo y su propia alabanza, no la gloria de Dios.
Dice muchas cosas buenas de sí mismo que, suponemos, pueden ser ciertas. No es un ladrón, ni injusto o adúltero; tampoco es como ese miserable publicano que se ha quedado en una esquina. Ayuna dos veces por semana y da el diezmo de todo lo que tiene. ¿Qué más podría querer el Señor de él? Cuando termina su recital, se envuelve con su manto para protegerse de la turba y cruza majestuosamente la multitud. Es como una de esas mandarinas: de aspecto agradable, pero de interior amargo y repulsivo.
El publicano, en cambio, se mantiene a distancia, consciente de su indignidad para acercarse a Dios. Expresa su arrepentimiento y su humildad. 
Apenas osa levantar los ojos del cielo y no se atreve a levantar las manos, como seria habitual en la oración.  En su lugar, se golpea el pecho y dice: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
Jesús dijo: «Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro». Jesús sabe qué mandarina es la dulce.
«El fariseo y el publicano representan las dos grandes clases en que se dividen los que adoran a Dios. Sus dos primeros representantes son los dos primeros niños que nacieron en el mundo. Caín se creía justo y solo presentó a Dios una ofrenda de agradecimiento. No hizo ninguna confesión de pecado y no reconoció ninguna necesidad de misericordia. Abel, en cambio, se presentó con la sangre que simbolizaba al Cordero de Dios. Lo hizo en calidad de pecador, confesando que estaba perdido; su única esperanza era el amor inmerecido de Dios. [...] La sensación de la necesidad, el reconocimiento de nuestra pobreza y pecado, es la primera condición para que Dios nos acepte» (Palabras de vida del gran Maestro, cap. 13, pp. 117,118).
Señor, haz de mí una dulce bendición para los demás.  Basado en Lucas 18:9-14.

Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill

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