viernes, 1 de marzo de 2013

EL PLACER DE DIOS


A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano. Isaías 64:8

No hay nada más emocionante y significativo para una madre que oír por primera vez de nuestro pequeño o de nuestra pequeña la palabra «mamá». Esto produce en el alma una sensación de grandeza indescriptible. Cuando nuestro hijo nos llama «mamá», aun en su modo imperfecto de hablar, experimentamos uno de los mayores placeres que confiere la maternidad.
Tal vez tú, si eres mamá, al leer esta reflexión recuerdas la alegría infinita que sentiste el día que por primera vez te llamaron y te reconocieron como «mamá»; y el gozo continuo que todavía experimentas cada vez que tu hijo te identifica como tal, independientemente de la edad que tenga. Este es el mismo placer que siente Dios cuando tú lo llamas «Padre» y te reconoces como su hija. No hay mayor alegría para él que el hecho de que te aceptes como hechura de sus manos y lo declares tu Dueño, Sustentador, Redentor y Padre. Y el placer de Dios aumenta cuando estás dispuesta a buscar y hacer su voluntad.
En realidad, cuando lo llamamos Padre y Señor, somos bienaventuradas, pues nos hacemos poseedoras de sus mejores dones. Para él somos motivo de su más tierno cuidado y ternura; gozamos de su protección y somos sustentadas en todas nuestras necesidades. La Biblia dice: «Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen y se les abrirá la puerta. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama se le abre» (Luc. 11:9).
El placer que sientes al conceder a tu hijo lo que te pide es semejante al que siente Dios cuando lo llamamos «papá» y confiadamente nos recostamos en su regazo para sentir seguridad y protección. Elena G. de White escribió en El camino a Cristo: «Cuanto más estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, mejor vemos la misericordia, la ternura y el perdón unidos a la equidad y la justicia, y más claramente discernimos las innumerables pruebas de un amor infinito y de una tierna piedad que sobrepasa la profunda compasión que siente una madre hacia su hijo» (cap. 1, p. 23).
No permitas que las experiencias negativas del pasado, o las circunstancias que vives hoy, te despojen del título de «hija de Dios», y tampoco renuncies al derecho que se te ha conferido en la cruz del calvario de llamarlo con toda propiedad «Padre».

Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Aliento para cada día
Por Erna Alvarado

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