Hermanos míos, la fe que tienen en nuestro glorioso Señor Jesucristo no debe dar lugar a favoritismos. Santiago 2:1
Nunca hemos sido, ni somos, ni seremos merecedoras del maravilloso milagro de la cruz. No existe la más remota posibilidad que nos lleve a pensar, con razón que Dios nos ofrece salvación y redención porque somos buenas. ¡No! ¡No la hay!
Los seres humanos hemos sido liberados de la muerte eterna gracias a un acto de amor infinito de Dios, que asumió nuestro pecado en nuestro favor y por tanto sufrió sus consecuencias en su propia carne. En la Biblia leemos: «Porque por gracia ustedes han sido salvos mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios» (Efe. 2: 8).
¡Maravilloso regalo de Dios! Para todos sus hijos y todas sus hijas, todos aquellos que pisamos la tierra sin importar el color de nuestra piel, nuestra situación financiera o cultural; tampoco son válidas referencias sociales, ni un apellido de abolengo, menos aún un montón de papeles que testifiquen que alguien ha llegado a la cumbre del desarrollo intelectual. En otras palabras, salvación para todos los que acepten por fe el sacrificio de Jesús en su favor.
Si Dios no hace distinción de personas, ¿por qué nosotros sí? ¿Qué espíritu es el que nos lleva a pensar que cierto color de piel, o una buena posición financiera holgada, o el reconocimiento social por nuestros logros, ponen a ciertas personas en un nivel superior con respecto a otras?
Conocí a una dama que consideraba que ciertos lugares deberían estar reservados para la «gente bien» (como ella la llamaba), y que jamás deberían rozarse con el «populacho» (otra de sus expresiones para referirse a personas sencillas), sin tomar en cuenta que la cruz de Cristo nos pone a todos sin excepción en un plano de igualdad: «Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). Es posible que muchas de nosotras alberguemos en nuestro interior la misma idea y suframos en la compañía de personas que carecen de todo.
Si ese es tu caso, es necesario que te bajes del pedestal de la arrogancia y, con humildad santificada, te inclines ante Dios pidiendo perdón, y acerques intencionalmente a tu corazón a todos los que ignoras, pensando que no valen nada.
Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Aliento para cada día
Por Erna Alvarado
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