“Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. Filipenses 2:9-11
¿No se dará a este Dios de humildad inigualable lo que merece? ¿No merecen legítimamente el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo las alabanzas y el honor, la adoración de todas las galaxias a las que tan humildemente han servido todos estos milenios? ¡Pues claro!
En una de las escenas más imponentes de todo el Apocalipsis, llega el momento en el que se alza el gran trono blanco del Dios Altísimo -y ni todos los efectos especiales de animación de Steven Spielberg y George Lucas podrían de ninguna manera captar la majestad deslumbrante y la grandeza de esta escena cósmica- muy por encima del universo congregado. “Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo” (Apoc. 20:11).
Y todos nos quedaremos mirando, porque todos estaremos allí, tenlo por seguro. ¿Es este el Hombre que se desnudó hasta la cintura, y con una toalla y una palangana en la mano lavó los doce pares de pies que pertenecían a los doce hombres (cada uno de los cuales era exactamente como tú y yo) que deberían haber hecho cola para que cada uno tuviera ocasión de lavar los pies de su Maestro?
¿Es este el mismo Dios -¡cómo puede serlo!- que, con las manos atadas a la espalda, soportó las bofetadas, los puñetazos, los esputos en el rostro, que con un rostro lleno de moretones fue desnudado para recibir un azote menos de los requeridos para producir su muerte, que con el rostro magullado y una espalda y unas piernas ensangrentadas es clavado finalmente a aquella cruz astillosa e izado para que todo ello coagulase entre el cielo y la tierra hasta que expirase?
“Muy por encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro bruñido, hay un trono alto y encumbrado. En el trono está sentado el Hijo de Dios, y en torno suyo están los súbditos de su reino. Ningún lenguaje, ninguna pluma pueden expresar ni describir el poder y la majestad de Cristo. La gloria del Padre Eterno envuelve a su Hijo. El esplendor de su presencia llena la ciudad de Dios, rebosando más allá de las puertas e inundando toda la tierra con su brillo” (El conflicto de los siglos, cap. 43, pp. 645,646).
¿Es de extrañar, entonces, que un día todos nos inclinemos ante este humilde Dios? Y, ¿cabe alguna duda de que debamos iniciar esa inclinación ahora mismo?
Tomado de Lecturas devocionales para Adultos 2016
EL SUEÑO DE DIOS PARA TI
Por: Dwight K. Nelson
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