«Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él». Juan 3: 17
«La luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios» se ve «en el rostro de Cristo»» (2 Cor. 4: 6, NVI). Desde los días de la eternidad, el Señor Jesucristo era uno con el Padre; era «la imagen de Dios» (2 Cor. 4: 4), la imagen de su grandeza y majestad, «el resplandor de su gloria» (Heb. 1: 3). Cristo vino a nuestro mundo para manifestar esa gloria. Vino a esta tierra oscurecida por el pecado para revelar la luz del amor de Dios, para ser «Dios con nosotros». Por lo tanto, fue profetizado de él: «Y le pondrás por nombre Emanuel» (Mat. 1: 23).
Al venir a morar con nosotros, Jesús iba a revelar a Dios tanto a los seres humanos como a los ángeles. Él era la Palabra de Dios: el pensamiento de Dios hecho audible. En su oración por sus discípulos, dice: «Yo les he dado a conocer tu nombre» —«misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad»—, «para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos» (Juan 17: 26; Éxo. 34: 6). Pero esta revelación de Dios y su carácter no se ha dado solo para los habitantes de este planeta. Nuestro pequeño mundo es un libro de texto para el universo. El maravilloso y misericordioso propósito de Dios, el misterio del amor redentor, es el tema en el cual «los ángeles mismos quisieran contemplar» (1 Ped. 1:12, NVI), y será su estudio a través de la eternidad. Tanto los redimidos como los seres que nunca cayeron hallarán en la cruz de Cristo su ciencia y su canción. Se verá que la gloria que resplandece en el rostro de Jesús es la gloria del amor abnegado. A la luz del Calvario, se verá que la ley del amor abnegado es la ley de la vida para la tierra y el cielo; que el amor que «no busca lo suyo» (1 Cor. 13: 5) tiene su fuente en el corazón de Dios; y que en el Manso y Humilde se manifiesta el carácter de Aquel que mora en la luz inaccesible al ser humano.
Al principio, Dios se revelaba en todas las obras de la creación. Fue Cristo quien «extendió los cielos y echó los cimientos de la tierra» (Zac. 12: 1, NVI). Fue su mano la que colgó los mundos en el espacio, y modeló las flores del campo. Él «que afirma los montes con su poder», «suyo es el mar, pues él lo hizo» (Sal. 65: 6, 95: 5, NBLH). Fue él quien llenó la tierra de hermosura y al aire con los trinos de las aves. Y sobre todas las cosas de la tierra, del aire y el cielo, escribió el mensaje del amor del Padre.— El Deseado de todas las gentes, cap. 1, pp. 11-12.
Tomado de lecturas devocionales para Adultos 2017
DE VUELTA AL HOGAR
Por: Elena G. de White
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