Y yo dije: «¡Ah, oh, Señor Jehová! ¡Yo no sé hablar, porque soy un muchacho!» (Jeremías 1:6).
Un Sábado, después del culto divino, nos dirigimos hacia el comedor de nuestra iglesia. Uno de mis primos, que para esa época tenía ocho años, no nos acompañó sino que se fue a un terreno baldío colindante. Mi primo, además de ser un chico tranquilo e inteligente, manifestaba un gran interés por los insectos y los reptiles.
Al llegar a la casa aquella tarde mi primo traía en su bolsillo una lagartija pequeña, nada graciosa a mi parecer. Su papá le consiguió un recipiente de vidrio bastante grande para que la pusiera allí. A los pocos días la lagartija ya se había convertido en el centro de atención: le llevábamos grillos y gusanos, y colocamos un recipiente con agua en su «jaula». Pasaron los meses y, debido a que mi primo olvidaba alimentar al animalito, yo me convertí en su proveedora y protectora.
En una ocasión tuvimos que salir de la ciudad durante tres días, así que le dejamos varios grillos, le cambié el agua y la coloqué en el patio de atrás para que estuviera en un lugar más fresco. El domingo, cuando regresamos, salí a ver la lagartija. Al darme cuenta de que estaba muerta me sentí muy mal y a la vez culpable. Llamé a mi primo para comunicarle lo sucedido. Al ver sus lágrimas me di cuenta de que él también lamentaba la muerte del animalito. Lo tomó en sus manos, lo llevó hasta el jardín y cuidadosamente cavó un agujero en la tierra para sepultarlo.
Traté de disculparme por lo sucedido, pero las palabras de mi primo me asombraron: «Tranquila, tú no la mataste. No hay nada que perdonar». Así nos habla Jesús cuando intentamos aceptar nuestros errores, nos humillamos y derramamos lágrimas de arrepentimiento: «Tranquila».
Deposita tus penas y culpas a los pies de la cruz. Jesús se olvidará de ellas, de la misma forma en que lo hace un niño.
Toma de Meditaciones Matutinas para la mujer
Una cita especial
Textos compilados por Edilma de Balboa
Por Yoda Murillo
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