El Señor es mi poderoso protector; en él confié plenamente, y él me ayudó. Salmo 28:7.
Te ha pasado a ti, a mí y a todo el mundo. Y no es agradable. Cuando el temor se apodera de nosotros, el mundo se torna gris, y hasta se nos va el sueño. Esta debe haber sido la experiencia de Abram (a quien Dios luego llamaría Abraham) después de liberar a Lot.
Ya conoces la historia. Los reyes de Sodoma y Gomorra, junto con otros dos reyes, se rebelaron contra el yugo que durante doce años Quedorlaomer, rey de Elam, les había impuesto. En la batalla que siguió, en el valle de Sidim, Lot fue tomado cautivo. Cuando Abram se enteró de las malas nuevas, armó a sus trescientos dieciocho criados y, gracias a un ataque sorpresa, logró rescatar sano y salvo a su inquieto sobrino.
Entonces sucedió algo muy común en nosotros los humanos. En el momento de crisis, cuando los niveles de adrenalina están altos, somos capaces de hacerle frente a lo que venga. Después que pasa el susto, entonces nos invaden los temores al pensar en lo que podría haber sucedido o podría suceder. Esta debe haber sido la experiencia de Abram. Lo imagino pensando: «¿Y si estos reyes deciden atacar a mi familia, como represalia?».
Por supuesto, Abram podría haber razonado que si Dios lo había protegido al derrotar a Quedorlaomer, también ahora podría protegerlo. Pero es que cuando nos asaltan los temores, de nada sirven los mejores razonamientos para ahuyentarlos. Y es aquí donde entra en juego nuestro buen Padre celestial: «Después de esto, el Señor le habló a Abram en una visión y le dijo: "No tengas miedo, Abram, porque yo soy tu protector"» (Gen. 15:1).
En otras versiones de la Biblia dice: «Yo soy tu escudo» (NRV2000). Estas palabras tienen que haberle sonado como música celestial al patriarca. Cuando nos asalta el temor ¿puede haber mejor escudo que el mismo Dios?
¿Podrías pensar ahora en cuál es tu mayor temor? ¿Fracasar en los estudios? ¿Terminar con tu novia? ¿Quedarte soltero? ¿Ser rechazado por tus amigos? ¿Hablar en público? Cualquiera sea ese temor, nunca olvides que el Señor es tu fortaleza y tu escudo (Sal. 28:7, NRV2000). La seguridad de su amor echa fuera cualquier temor (ver 1 Juan 4:18).
Padre mío, que tu presencia en mi vida sea hoy mi fortaleza y mi escudo protector.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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