«Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame en el camino eterno» (Salmo 139: 23-24).
La parábola de la cizaña encierra dos grandes lecciones. Una es que, excepto en caso de que el pecado sea abierto y persistente, los miembros de la iglesia no tienen que juzgar el carácter y los motivos de los que creen que son indignos. Jesús conoce nuestra naturaleza demasiado bien como para confiarnos esa tarea porque es seguro que cometeremos errores.
Pero hay otra lección, de extraordinaria tolerancia y tierno amor. Esta parábola ilustra el trato que Dios dispensa a los seres humanos y a los ángeles. Dios fue muy paciente con Satanás y no lo destruyó de inmediato. Si lo hubiera hecho, los demás ángeles no habrían entendido la justicia y el amor de Dios. A lo largo de los siglos, Dios ha permitido que Satanás vaya adelante con su obra de iniquidad. El Calvario disipó todas las dudas que los ángeles pudieran abrigar todavía al respecto del carácter de Satanás.
El mundo no tiene derecho a juzgar al cristianismo porque en la iglesia haya miembros indignos; y los cristianos tampoco debieran desalentarse a causa de esos falsos hermanos. Si Jesús fue paciente con Judas, el traidor, ¿no deberíamos sus seguidores ser igual de pacientes con aquellos que viven debatiéndose con el pecado? En la iglesia habrá malas hierbas hasta que se dicte la sentencia.
¿Entonces por qué sembrar los campos con buena semilla, si al enemigo se le permite contaminarla con cizaña? Porque esa es la naturaleza de Dios. El siembra para cosechar. Y esa tiene que ser, también, nuestra naturaleza.
Cierta mañana, un hombre se encontraba meditando bajo un árbol que extendía sus raíces hacia la orilla del río. Mientras meditaba, se dio cuenta de que el río crecía y estaba a punto de ahogar a un escorpión que había quedado atrapado entre ellas. Se arrastró por las raíces hasta llegar al lugar donde se encontraba el escorpión para liberarlo; pero, cada vez que lo intentaba, el animal lo aguijoneaba. Alguien que observaba la escena dijo al hombre:
—¿No ve que es un escorpión y que su naturaleza lo empuja a aguijonear? El hombre respondió:
—No se lo discuto, pero la mía me empuja a querer salvarlo. ¿Por qué voy yo a cambiar mi naturaleza si él no va a cambiar la suya?
Señor, siembra la semilla del amor y la paciencia en mi corazón. Basado en Mateo 13: 24-30
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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