La ley del Señor es perfecta: infunde nuevo aliento. El mandato del Señor es digno de confianza: da sabiduría al sencillo (Salmo 19:7).
Después de la muerte de los apóstoles, es probable que no haya existido un predicador más poderoso que George Whitefield, fundador del metodismo. Predicó 180,000 veces durante sus 34 años de ministerio (es decir, un promedio de diez sermones por semana) y sus oyentes podían alcanzar hasta las veinte o treinta mil personas. Esos sermones duraban entre cuatro y cinco horas; las multitudes soportaban horas de pie bajo la lluvia, mientras George utilizaba los truenos y relámpagos como ejemplos y metáforas. ¿De dónde procedía aquel portentoso poder para predicar de George Whitefield?
George nació en Gloucester, Inglaterra, en 1714, en la cantina de su padre. Su madre enviudó cuando él tenía quince años. Lo sacó de la escuela y lo puso a trabajar como cantinero. Allí aprendió a beber, robar, mentir y maldecir. Pero George no se sentía a gusto. Poseía una Biblia que leía a la luz de una vela después de cerrar la taberna. Tras luchar con su conciencia durante año y medio, abandonó el negocio familiar y entró a estudiar en una escuela parroquial. Fue la Palabra de Dios la que lo transformó y le dio poder. En un mes la hubo leído de tapa a tapa. Ahí encontró profundo placer buscando sus tesoros escondidos. Más tarde sintió la necesidad de estudiar libros de otros pensadores cristianos y le pidió a John Wesley que le recomendara los mejores. Así fue como leyó varias veces el famoso comentario bíblico de Matthew Henry.
George Whitefield entregó su vida a la obra de la predicación del evangelio sin reservas. Con el tiempo, predicó al aire libre, a los mineros de Bristol. Se hizo tan famoso que le pedían que predicara varias veces al día. Cierta noche, después de haber predicado a una gran multitud, la gente lo siguió a la casa del señor Parsons, donde le rogaron que les predicara una vez más. George aceptó a pesar de estar enfermo. De pie, en las escaleras que conducían hasta su habitación y con una vela en la mano, predicó a la multitud hasta que la cera se consumió por completo. Fue el último sermón de Whitefield. Exhausto, subió a la cama para descansar y nunca despertó. Murió esa misma noche.
Tú y yo podemos tener el mismo poder si nos alimentamos profundamente de la Palabra de Dios y nos entregamos a él sin reservas. Decídete a dedicar tiempo al estudio de la Biblia. Es la fuente del poder para convertirte en un mensajero de la verdad.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
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Por Félix H. Cortez
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