Y si alguien le pregunta: “¿Por qué tienes esas heridas en las manos?”, él responderá: “Son las heridas que me hicieron en casa de mis amigos” (Zacarías 13:6).
Por una ironía de la vida, las personas que amamos son las que tienen mayor capacidad para herirnos. Hace algunos años me ocurrió algo de poca importancia pero que no he podido olvidar. Acabábamos de llegar aun país extranjero en el que mi familia y yo viviríamos durante algunos años. No solo el idioma era diferente, también las tiendas y el funcionamiento de las cosas.
Cierto amigo muy cercano nos llevó a conocer una de las tiendas de restos de serie y decidimos comprar algunos artículos necesarios. Cuando llegó el momento de pagar, escogimos una de las filas que parecían más cortas sin darnos cuenta de que ahí el cajero era automático. Absortos en animada conversación mientras la fila avanzaba, quedamos totalmente sorprendidos cuando llegó nuestro turno y nos saludó una voz femenina muy agradable que salía de la máquina. Era muy tarde para regresar. Las filas eran enormes en otros lados y mucha gente esperaba su turno detrás de nosotros. La máquina era inflexible y quisquillosa en extremo.
Habíamos escogido unas manzanas, pero la máquina insistía en saber cuál de los más de diez tipos del mencionado fruto llevábamos. “¿Cómo se llama esa ‘hierba’ en inglés…?
Mejor, ¿por qué no la dejas? De todas maneras sabe muy mal… Suegra, no quite la bolsa de la báscula, por favor… Alma, mejor dejemos esto y vámonos… ¡No! ¿Qué piensas que vas a comer…?” Mi esposa, mi suegra y yo rodeábamos aquella máquina infernal como si entre todos hubiésemos tenido la esperanza de domarla con nuestras miradas. La máquina, impasible, nos recordaba nuestros errores con una voz monótona que, unida a la mirada de los demás, convertía en frenesí nuestra desesperación. Completamente frustrado, miré a mi alrededor buscando una tabla de salvación. Para mi desgracia, vi a mi amigo reírse de nosotros, sin la menor intención, al parecer, de ayudarnos. ¡Sentí una rabia asesina!
Han pasado muchos años. Aunque el asunto carece de importancia, no he podido olvidarlo.
Yo esperaba ayuda de mi amigo, no que añadiera fuego al suplicio. Me sentí traicionado.
Cuanto más cercana es una relación, tanto más necesario es pedir perdón y perdonar, porque es más fácil herir. Igualmente, si tienes una amistad íntima con Cristo, sentirás la necesidad de pedir perdón más a menudo. Por fortuna, nadie está más dispuesto a perdonar que él. Lo mismo es cierto de aquellos que son verdaderos amigos. Y tú, ¿sabes perdonar? ¿Es Jesús tu amigo?.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
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