Todo verdadero cristiano debe desarrollar en esta vida las características del amor divino; ha de manifestar espíritu de tolerancia, de beneficencia, y estar libre de celos y envidia. Semejante carácter, desarrollado en palabra y en comportamiento, no repelerá y no será inaccesible, frío o indiferente a los intereses ajenos. La persona que cultiva la preciosa planta del amor será abnegada de espíritu, y no perderá el dominio propio bajo la provocación. No culpará a otros de malos motivos o intenciones, pero se lamentará profundamente cuando el pecado sea descubierto en cualquiera de los discípulos de Cristo.
El amor no se ensalza. Es humilde; nunca hace que una persona se jacte o se exalte a sí misma. El amor hacia Dios y hacia nuestro prójimo no se revelará en actos precipitados ni nos hará dominantes, criticadores o dictatoriales. El amor no se envanece. El corazón en el cual reina el amor será guiado hacia un comportamiento bondadoso, cortés y compasivo hacia los demás, sean estos o no de nuestro agrado, sea que nos respeten o que nos traten mal. El amor es un principio activo; nos hace tener presente siempre lo bueno que hay en los demás, guardándonos de esta manera de las acciones desconsideradas para que no perdamos de vista nuestro objetivo de ganar almas para Cristo. El amor no procura lo suyo. No inducirá a las personas a que busquen su propia comodidad y complacencia. Es la pleitesía que le rendimos al YO lo que a menudo nos impide crecer en amor (Testimonios para la iglesia, t. 5, pp. 115, 116).
Elena G. de White
Tomado de Matutina Minifestaciones de su amor