«Y al orar no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis» (Mateo 6:7,8).
Cuando leo las oraciones de David, dos cosas me impresionan: (1) que expresa los sentimientos de su corazón, fueran los que fueran en aquel momento, y (2), aunque a veces sentía amargura y estaba enfadado con sus enemigos, no veía a Dios como parte de su problema, sino como parte de su solución. Sabía quién era su enemigo y que este no era Dios.
En ocasiones expresaba su frustración y su impaciencia: «¿Por qué estás lejos, Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?» (Sal. 10:1). A veces expresa la desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Sal. 22:1). O esta: «¿Hasta cuándo, Jehová? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí? ¿Hasta cuándo tendré conflictos en mi alma, con angustias en mi corazón cada día? ¿Hasta cuándo será enaltecido mi enemigo sobre mí? Mira, respóndeme, Jehová, Dios mío; alumbra mis ojos, para que no duerma de muerte» (Sal. 13: 1-3).
Cuando hablamos a Dios desde el corazón, no es necesario que la oración sea algo organizado, claramente expresado ni coherente. Podemos expresarle libremente nuestros deseos y necesidades más íntimos. Podemos compartir nuestros pensamientos más profundos, incluso si son intolerables o inadmisibles.
Sería bueno que empezáramos las oraciones con agradecimiento y alabanza a Dios. En la vida puede llegar un momento en que el dolor y el pesar son tan grandes que se pierdan las ganas de orar. Es posible que el corazón esté tan quebrantado que las oraciones, al menos a corto plazo, no parezcan traer consuelo. Empezar a orar recordando y enumerando las maneras en que en el pasado Dios estuvo con nosotros a menudo puede aliviar esa sensación. El apóstol Pedro nos dice que debemos echar toda nuestra ansiedad sobre él (ver 1 Ped. 5:7). El versículo 22 del Salmo 55 nos exhorta a depositar nuestra carga en el Señor y promete que, al hacerlo, él nos sostendrá.
A Dios podemos decirle cómo nos sentimos exactamente. A diferencia de nosotros, él no se enoja, no se amarga ni se desalienta. Es el mismo ayer, hoy y siempre (ver Heb. 13:8). Basado en Lucas 18:1-8
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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