No crean que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer paz sino espada (S. Mateo 10: 34).
La paz que Cristo denomina su paz y la que él legó a sus discípulos no es la que evita todas las divisiones, sino es la paz que se brinda y se ¿disfruta en medio de las disensiones. La paz que siente el fiel defensor de la causa de Cristo es el conocimiento del que hace la voluntad de Dios y refleja su gloria por medio de las buenas obras. Es una paz interna, más bien que externa. Afuera hay guerras y luchas por la oposición de enemigos declarados, y aun la frialdad y desconfianza de los que afirman ser amigos. Cristo ordena a sus seguidores: «Amad a vuestros enemigos... haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mat. 5: 44). Él nos pide que amemos a los que nos oprimen y nos hacen daño. No debemos expresar verbalmente ni con actitudes el espíritu que ellos manifiestan, sino aprovechar cada oportunidad para hacerles el bien. Pero aunque se nos pide que seamos como Cristo en nuestro trato con nuestros enemigos, no debemos, con el fin de tener paz, encubrir las faltas de aquellos que vemos en el error. Jesús, el Redentor del mundo, nunca obtuvo la paz al ocultar la iniquidad o por medio de algo que se pareciera a un compromiso. Aunque su corazón constantemente rebosaba de amor por toda la raza humana, nunca fue indulgente con sus pecados. Era demasiado buen amigo de ellos como para guardar silencio cuando seguían una causa que destruiría sus almas, las que él había adquirido con su propia sangre. Fue un severo censurador de todo vicio, y su paz estribaba en la conciencia de haber realizado la voluntad de su Padre, más bien que en un estado de cosas que existía como consecuencia de haber cumplido su deber. Todo el que ame a Jesús y a las almas por las cuales él murió prestará atención a las cosas que contribuyen a la paz. Pero sus seguidores han de tener especial cuidado, no sea que en sus esfuerzos para impedir la disensión renuncien a la verdad, que al evitar las divisiones sacrifiquen sus principios. La verdadera hermandad nunca puede mantenerse comprometiendo los principios. Cuando los cristianos se acerquen al modelo de los creyentes, con toda seguridad... experimentarán el poder y el veneno de aquella vieja serpiente, el diablo (Manuscrito 23b, 25 de julio de 1896).
La paz que Cristo denomina su paz y la que él legó a sus discípulos no es la que evita todas las divisiones, sino es la paz que se brinda y se ¿disfruta en medio de las disensiones. La paz que siente el fiel defensor de la causa de Cristo es el conocimiento del que hace la voluntad de Dios y refleja su gloria por medio de las buenas obras. Es una paz interna, más bien que externa. Afuera hay guerras y luchas por la oposición de enemigos declarados, y aun la frialdad y desconfianza de los que afirman ser amigos. Cristo ordena a sus seguidores: «Amad a vuestros enemigos... haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mat. 5: 44). Él nos pide que amemos a los que nos oprimen y nos hacen daño. No debemos expresar verbalmente ni con actitudes el espíritu que ellos manifiestan, sino aprovechar cada oportunidad para hacerles el bien. Pero aunque se nos pide que seamos como Cristo en nuestro trato con nuestros enemigos, no debemos, con el fin de tener paz, encubrir las faltas de aquellos que vemos en el error. Jesús, el Redentor del mundo, nunca obtuvo la paz al ocultar la iniquidad o por medio de algo que se pareciera a un compromiso. Aunque su corazón constantemente rebosaba de amor por toda la raza humana, nunca fue indulgente con sus pecados. Era demasiado buen amigo de ellos como para guardar silencio cuando seguían una causa que destruiría sus almas, las que él había adquirido con su propia sangre. Fue un severo censurador de todo vicio, y su paz estribaba en la conciencia de haber realizado la voluntad de su Padre, más bien que en un estado de cosas que existía como consecuencia de haber cumplido su deber. Todo el que ame a Jesús y a las almas por las cuales él murió prestará atención a las cosas que contribuyen a la paz. Pero sus seguidores han de tener especial cuidado, no sea que en sus esfuerzos para impedir la disensión renuncien a la verdad, que al evitar las divisiones sacrifiquen sus principios. La verdadera hermandad nunca puede mantenerse comprometiendo los principios. Cuando los cristianos se acerquen al modelo de los creyentes, con toda seguridad... experimentarán el poder y el veneno de aquella vieja serpiente, el diablo (Manuscrito 23b, 25 de julio de 1896).
Elena G. de White
Tomado de la Matutina Manifestaciones de su Amor.
Tomado de la Matutina Manifestaciones de su Amor.